Andrew Wyeth: La tercera mirada

Por Wim Wenders *

Todos los grandes pintores nos enseñan a ver, y eso vale tanto para los visionarios abstractos como para los realistas. Rothko nos traslada a terrenos perceptivos distintos de los que proponen Vermeer, Beuys, Klee o Twombly, y si hay algo que nadie querría hacer es renunciar a algunas de esas "revisiones", en el sentido más preciso de la palabra.
Siempre me sentí curiosamente atraído por los pintores que se mantuvieron en una línea "figurativa" (no tengo un término mejor) en momentos en que la industria del arte que los rodeaba ya había tomado, hacía tiempo, nuevos rumbos.
Ese fue el caso del enigmático Balthus y del gran Beckmann, pero en particular de los pintores estadounidenses que mantuvieron estoicamente su instinto aunque su arte pareciera totalmente pasado de moda en relación con las corrientes abstractas y el aluvión del pop-art. (Probablemente me parezca más valiente "defender la realidad" que inventar una nueva...). Por supuesto que estoy hablando de Edward Hopper, pero más aún de un artista que no tuvo gran eco fuera de los Estados Unidos y que muchas veces fue relacionado con contextos equivocados: Andrew Wyeth.
Desde mi punto de vista, Wyeth es uno de los defensores más audaces de un concepto realista del siglo XX y dueño de una mirada extraordinaria de las cosas. Fue catalogado, y es indignante, como "pintor primitivo". O, lo que es casi peor, desacreditado como representante de un patriotismo estadounidense por el que se lo tildó de "héroe artístico de los Estados Unidos rural". "Arte regional". Esa era otra categoría despectiva con la que fue rotulado. Pero dejando de lado todas esas etiquetas, y contemplando su obra sin prejuicios, tal vez ustedes queden tan impresionados como lo estuve yo.
Andrew Wyeth era radical. Vivía absolutamente retirado, lejos de toda escuela o agrupación (se formó con su padre, el pintor N. C. Wyeth). Perfeccionó un estilo y una técnica que había tenido su apogeo en el Renacimiento: la témpera de huevo, que desde entonces fue reemplazada en gran parte por la pintura al óleo y en el siglo XX quedó prácticamente olvidada. Durero, por ejemplo, muy admirado por Wyeth, pintaba con témpera de huevo. Esa antigua técnica y las destrezas que adquirió el artista le permitieron disponer de una enorme riqueza de detalles y estructuras en sus grandes lienzos, en los que trabajaba durante meses. De hecho solo terminaba dos o tres por año.
Pese a eso, Wyeth producía muchísimo, porque también había ido perfeccionando el arte de la acuarela, a la que recurría para hacer bocetos o estudios previos. "El pincel seco" se convirtió en todo un sello que el pulió a un grado tal que es imposible no quedarse mirando atónito esas obras. Las acuarelas suelen tener la connotación de algo fugaz, puesto al pasar, esbozado. Pero las de Wyeth son todo lo contrario. Al pintar paisajes de invierno, por ejemplo, capta la composición y la luz de un modo que cualquier espectador podría pensar que ha sido fotografiado (eso es, dicho sea de paso, lo mismo que sucede al contemplar sus retratos). Solo al observar los márgenes de las pinturas se reconoce, de repente y con total asombro, que todo se descompone en colores y pinceladas.
Pero no es la habilidad que demuestra tener este pintor en el sobresaliente dominio de las técnicas de pintura lo que me despierta tanta admiración y lo que me ha convencido de que Wyeth es un gran maestro de ese acto de ver, de mirar. Su obra me fascina por otras razones.
Wyeth vivía seis meses al año en una alejada región de Pensilvania y elegía motivos que estuviesen en un radio de un par de kilómetros cuadrados de su casa y de su taller. Las "distancias" en las que se movilizaba eran acotadas y, si hubiera sido por él, el resto del mundo podía no existir. La otra mitad del año transcurría en un sitio aún más apartado de la costa de Maine, donde, nuevamente, solo pintaba aquello que lo circundara directamente o a las personas que encontrara allí. Pinturas de otoño y de invierno en Pensilvania, pinturas de primavera y de verano en Maine. En eso consistía su vida artística. Y pintaba sin pausa. Hasta se levantaba sigilosamente en la oscuridad de la noche para ir a su taller y quedarse contemplando los lienzos a medio hacer.
Pintó campos, graneros, casas, interiores, y retrató a personas simples, vecinos, trabajadores, vagabundos. Se obsesionaba con detalles como ramas y briznas de hierba o con caracolas que encontraba en la playa. Le encantaba pintar nieve. Tenía fascinación por todo lo que fuese blanco.

Su obra más famosa (la contraparte de otro ícono del siglo XX: Nighthawks, de Hopper) se titula Christina's World. Tal vez la conozcan. En primer plano, hacia la izquierda del cuadro, se ve a una mujer sentada en una pradera, de espaldas al observador, y al pie de una elevación extensa y completamente vacía en la que solo hay una casa de campo sencilla, de dos pisos. A la izquierda, un granero. Entre la mujer y la casa se abren la fragilidad y el vacío. Su cabello ondea en el viento y uno oye cómo esa brisa recorre la hierba que cubre todo el campo delante de ella hasta llegar a la casa. Andrew Wyeth estuvo meses pintando esa superficie de hierba marrón. ¡Se ven todas y cada una de las briznas! La textura del vestido de la mujer, su piel, su cabello tienen un énfasis indescriptible. Nada es "estático", pese a estar pintado. Se siente la inmediatez de la mirada del pintor, una frescura que solo puede verse en fotografías e "instantáneas". Esa mujer podría darse vuelta en cualquier momento... Parece joven y llena de energía...
Wyeth pintó muchas veces a Christina Olson y lo hizo a lo largo de los años, ya fuera en esa casa de la lomada, que era de ella, en la cocina, delante de la puerta de entrada, tejiendo o acariciando a su gato... Hizo elaborados retratos de ella en témpera e innumerables acuarelas y bocetos.
Se sumergió en la vida de Christina, "vio" y "reconoció" su esencia e hizo todo lo que estaba a su alcance para mostrarnos su existencia de un modo maravillo y magnífico. Sí, podría decirse que la enalteció, la glorificó para que pudiera verse, "por todos los tiempos", quién era y cómo era aquella mujer. Me conmueve profundamente que un pintor se haya dedicado con total entrega y sin escatimar esfuerzos a hacer relucir la existencia de una persona, de su ser, de su esencia y de su presencia en un lienzo.
(Desde el siglo XIX, por no hablar del XX, la fotografía también permite captar y conservar, por supuesto, pero sigue siendo más fiable la pintura, en la que la mirada del observador, el pintor, junto con su pulso y su afecto, están tanto más involucrados y donde hay tanto más en juego, ya por el mero hecho de pensar en el tiempo de vida que ambos, pintor y modelo, entregan).
Para poder apreciar esta pintura no es necesario saber (aunque a mí casi se me parte el corazón al enterarme) que Christina era parapléjica y no tenía movilidad en las piernas. Y si en esta obra, Christina's World, ella está mirando hacia su casa desde lejos, debe haber llegado hasta allí atravesando el campo a rastras. Cuando Wyeth pintó ese cuadro, ella ya era una mujer mayor...
En los hechos, la "realidad" de esta imagen es totalmente inventada. Wyeth vio a Christina avanzar arrastrándose una única vez y por un momento muy breve desde una ventana del primer piso. Pero ese instante lo impresionó tanto que quiso pintarla desde esa perspectiva, como la mujer joven que él no llegó a conocer. La gracia de esa silueta es pasmosa. Solo podemos verla de espaldas (tal vez la delgadez de sus brazos y de sus piernas nos genere cierto asombro) y solo podemos imaginar su rostro (pero lo imaginamos inmediatamente hermoso), así como toda la belleza que irradia su actitud.
Lo que Wyeth pintó fue un instante, un momento fugaz, pero cuanto más tiempo se la observa, más atemporal se vuelve la imagen. Es más, parece estar fuera del tiempo...

Al decir esto hay otra obra de Wyeth que me viene a la mente. Es una naturaleza muerta (en inglés: still life) que consume todas las definiciones posibles de este concepto. Por un lado, es de una gran quietud, esa que está contenida en el adjetivo still. Pero si nos detenemos en el término vemos que, además de esa quietud encierra cierta continuidad, porque still también significa "todavía" (como en "todavía tengo hambre"). Y en un tercer nivel tenemos nada menos que la "vida", life, en todo su abanico de significados, en particular en ese que nos incluye tanto a nosotros, los observadores, como al cuadro.

La vida es el reino en el que tiene lugar la visión. Es, por supuesto, la más valiosa (e inexplicable) de todas las dimensiones, el enigma de nuestra existencia, de los objetos y de todo lugar en el tiempo. La vida es "tiempo" y "ser".
En esta obra, Wind from the Sea, del año 1947, reverberan todos esos significados del concepto still life.
Lo que vemos es solo el paisaje que se abre delante de una ventana. Sí, estamos nuevamente en casa de Christina. Nosotros (en efecto, nosotros) miramos desde una ventana abierta, a través de una cortina en movimiento, hacia un paisaje desierto, y hay un camino ondulado que lleva hacia ese mar que intuimos a la distancia.
Aquí Wyeth también le dedicó meses enteros a los detalles para poder pintar, giro por giro, el encaje de la cortina y captar esa milésima de segundo tan radicalmente efímera en que la cortina se infla pausadamente al soplar el viento. Y aquí, una vez más, al igual que en Christina's World, el instante y la eternidad confluyen en una unidad. Wyeth nos enseña o nos ayuda a ver ambos niveles. Tal vez esa sea la lección más valiosa que pueda haber para nuestra percepción, estropeada, limitada y tan falta de instrucción: reaprender a estar, simultáneamente, en el instante y a la vez fuera del tiempo. Wyeth nos permite ver que ambos son un milagro, y eso es justamente lo que el torrente de imágenes cotidiano le oculta a nuestros ojos. Cuantas más imágenes vemos pasar, menos sabemos reconocer la naturaleza única que tiene hasta la porción más diminuta de vida.
Cada obra de Wyeth es el resultado de una experiencia directa e inmediata en la que él se ha sumergido hasta sus mayores profundidades y que, sin embargo, logra mantener viva mientras pinta. (¡¿Qué otro artista logra capturar semejante fugacidad?!). Wyeth dijo una vez que las cosas que pintaba las percibía, primero, como de reojo y que solo con el tiempo se percataba de lo que le había llamado la atención. A partir de eso lograba recuperar aquel instante casual e involuntario para volcarle una indecible riqueza de detalles, para amplificarlo y profundizarlo sin perder el fulgor de ese primer vistazo inocente.
Subió al primer piso de la casa de Christina y entró en ese ambiente por el que no había pasado nadie hacía tiempo. El aire era caluroso y sofocante, abrió la ventana, entró la brisa... ¡y ESO, justamente eso, fue lo que quiso pintar! Eso y nada más.Y hasta logró, de un modo magnífico, plasmar el sofoco que pende de esa habitación y el aroma del aire de mar que carga el viento.
No cabe duda alguna, Wyeth pinta "realidad". Y uno incluso podría estar tentado de llamarla hiper-realidad por ser tan potente e inconcebiblemente detallista. Pero sería un error reducirlo tildándolo de "realista". Su estilo no debería ser catalogado bajo ningún concepto como "realista". Eso no es lo que le interesa. Tal como ocurre con un pintor abstracto, el mayor interés de Wyeth radica en lo que está por debajo de la superficie de lo visible. En su trabajo (y a través de él) quiere poder descubrir la esencia de una persona, de un sitio o de un objeto. Para explorarlos trabaja con la precisión de un cirujano, invierte un tiempo y una paciencia extraordinarios, solo que lo hace tomando recursos y herramientas diferentes de las de sus colegas abstractos: toma exclusivamente el mundo visible, no mundos interiores ni espacios imaginados.

Toda representación de la "realidad", tal mi impresión, está directamente vinculada al presente y al instante. Pero Wyeth busca otro tipo de registro del tiempo. Aunque libre una lucha encarnizada por captar y preservar esa frescura y espontaneidad que relampaguearon en aquel primer vistazo fugaz lo que más desea es trasladar ese momento a otra dimensión. Busca la atemporalidad.
De algún modo, lo que hace es intentar conjurar la eternidad y encauzarla hacia su lienzo. Al menos al hacer un retrato intenta captar todo ese tiempo de vida y hasta las generaciones pasadas que han hecho que esa persona sea lo que es cuando la mira el pintor. Si es un objeto, colorea por poco el secreto de que ese objeto, esa planta o ese animal existan. Si es un paisaje, busca apresar sus años, el tiempo acumulado, el tiempo que ha transitado ese lugar. Si es una casa o un interior, muestra un desgaste y todo rastro de uso y abuso. El tiempo se detiene y el mundo se condensa en una claridad absoluta, en un puro milagro.
Donde mejor se ve este tipo de trabajo es en sus bocetos de acuarelas, esas marañas de pinceladas desbocadas y abstractas que luego engendran un objeto o un paisaje a partir de la nada.
En ese paso que lleva del caos general a la resurrección del mundo se ve que son los mismos colores y las mismas pinceladas las que dejan al descubierto ese apabullante desorden y, a la vez, hacen posible que a partir de eso tome forma la realidad, como si él descortezara el tumulto, tallara el caos o mejor aún: como si volviera a darle un orden a todos los átomos.
Es decir que Wyeth primero ve de reojo, luego recuerda lo que vio, vuelve a "verlo" una vez más, ahondándolo, atravesándolo, trascendiéndolo y reconstruyéndolo, y así nos entrega la reflexión de esa primera mirada junto con lo subyacente, lo inmutable. Nos muestra abiertamente a una persona y, al mismo tiempo, el vínculo que tiene con ella. Y eso ocurre tanto con los objetos como con los espacios: nos concede toda su crónica, su imagen del tiemp, su "historia arqueológica".
Los críticos le recriminaron que fuera demasiado "anecdótico", que diera demasiado contexto en lugar de centrarse en las superficies, tal como lo exigía por entonces el mundo del arte (y tal como lo sigue haciendo hoy). Wyeth nunca se dejaba inmutar por ese tipo de señalamientos. Justamente porque también era un narrador. Quería serlo, debía serlo para poder abarcar más con su mirada. Estaba convencido de que necesitaba todo ese marco y todo ese empeño para poder pintar un retrato, una naturaleza muerta o un paisaje.
Por eso lo considero tan esencial. Hemos dejado de apreciar la complejidad de la mirada, que se ha visto reducida, la mayoría de las veces, al mero acto de ese primer momento. (A menudo no tenemos otra opción). Wyeth nos enseña la segunda, la tercera mirada. Parece decirnos: "¡Asuman la responsabilidad que radica en el acto de mirar! Observen ese deleite de cavar más profundo. ¡Aprecien cuánto vale la pena entregarse totalmente a la presencia de una persona, de un objeto o de un paisaje! Dejen que esa mirada de reojo los lleve realmente a observar y a reconocer, a ver el mundo en todo su esplendor; háganlo de un modo más perdurable, más serio, más apasionado, y desde una mayor comunión".
Para ese acto de ver y de mirar no hay mejores maestros que los pintores.


Escrito en 2013 para el libro de Wim Wenders y Mary Zournazi Inventing Peace. A dialogue on perception, Londres, I.B. Tauris & Co. Ltd. Traducido de su versión en alemán reescrita por Wim Wenders.
Extracto del libro Los píxels de Cézanne, de Wim Wenders.
Traducción al español: Florencia Martin.

La música de las palabras y la traducción

En aras de la claridad, me limitaré ahora al problema de la traducción poética. Un problema menor, pero también muy pertinente. Esta discusión debería allanarnos el camino hacia el tema de la música de las palabras (o quizá la magia de las palabras), del sentido y el sonido en la poesía. 
Según una superstición ampliamente arraigada, toda traducción traiciona a sus originales incomparables. Lo expresa muy bien el conocidísimo juego de palabras italiano «Traduttore, traditore», que se supone irrebatible. Puesto que este juego de palabras es muy popular, debe ocultar un grano de verdad, un núcleo de verdad. 
Discutiremos las posibilidades (o la imposibilidad) y el éxito (o lo contrario) de la traducción poética. Según mi costumbre, partiremos de algunos ejemplos, pues no creo que se pueda mantener una discusión sin ejemplos. Dado que mi memoria a veces se parece demasiado al olvido, elegiré ejemplos breves. Analizar estrofas o poemas completos excedería nuestro tiempo y mi capacidad. 
Empezaremos con la Oda de Brunanburh y la traducción que de ella hizo Tennyson. Esta oda (mis fechas siempre son bastante inseguras) fue compuesta a principios del siglo X para celebrar la victoria de los hombres de Wessex sobre los vikingos de Dublín, los escoceses y los galeses. Pasemos a examinar algún verso. En el original, encontramos algo que reza más o menos así: «sunne up zet morgentid mzere tungol». Es decir, «el sol en el curso de la mañana» o «el sol en las horas de la mañana», y luego «esa famosa estrella» o «esa imponente estrella», aunque aquí «famosa» sería una traducción mejor («maere tungol»). El poeta, a continuación, llama al sol «godes candel beorht»: «brillante candela de Dios». 
Esta oda fue traducida al inglés en prosa por el de Tennyson y publicada en una revista. El hijo probablemente le explicó a su padre algunas reglas esenciales del verso inglés antiguo: el ritmo, el uso de la aliteración en lugar de la rima y cosas parecidas. Luego Tennyson, que era muy aficionado a los experimentos, intentó escribir antiguos versos ingleses en inglés moderno. Es importante señalar que, aunque el experimento fue un éxito notable, nunca lo repitió. De modo que, si buscamos antiguos versos ingleses en las obras de Lord Alfred Tennyson, tendremos que contentarnos con ese único y excepcional ejemplo, la Oda de Brunanburh
Estos dos ejemplos –«el sol, esa famosa estrella» y «el sol, brillante candela de Dios»– fueron traducidos por Tennyson así: «when first the great / Sun–star of morning–tide» («Cuando la gran / estrella solar del curso de la mañana»). Ahora bien, «sun–star of morning–tide» es, a mi juicio, una traducción verdaderamente impresionante. Es, incluso, más sajona que el original, puesto que nos ofrece dos palabras compuestas germánicas: «sun–star» y «morning–tide». y, evidentemente, aunque «morning–tide» puede ser entendida como «morning–time» («horas de la mañana»), podemos también pensar que quería sugerirnos la imagen del amanecer como desbordándose en el cielo. Y así lo que tenemos es una frase verdaderamente extraña: «when first the great / Sunstar of morning–tide». E inmediatamente, un verso después, cuando Tennyson llega a la «brillante candela de Dios», lo traduce como «Lamp of Lord God» («Lámpara del Señor»). 
Tomemos ahora otro ejemplo, una traducción que no sólo es intachable, sino también hermosa. En esta ocasión consideraremos una traducción del español. Se trata del maravilloso poema Noche oscura del alma, escrito en el siglo XVI por uno de los más grandes –podríamos decir sin temor el más grande–de los poetas españoles, de todos los hombres que han usado la lengua española para los fines de la poesía. Estoy hablando, por supuesto, de San Juan de la Cruz. La primera estrofa dice así: 

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada, 
¡oh dichosa ventura!, 
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada. 

Es una estrofa maravillosa. Pero si consideramos el último verso extraído de su contexto y aislado (seguramente es inadmisible hacer una cosa así), resulta un verso más bien mediocre: «estando ya mi casa sosegada». Tenemos el sonido siseante de las tres eses de «casa sosegada». y sosegada no es precisamente una palabra excepcional. No intento menospreciar el texto. Sólo señalo (y muy pronto verán por qué lo hago) que el verso, aislado, extraído de su contexto, es bastante trivial. 
Este poema fue traducido al inglés por Arthur Symons a finales del siglo XIX. La traducción no es buena, pero si quieren examinarla, pueden encontrarla en el Oxford Book of Modern Verse de Yeats. Hace algunos años, un gran poeta escocés y también sudafricano, Roy Campbell, emprendió una traducción de la Noche oscura del alma. Me gustaría tener el libro aquí, pero nos limitaremos al verso que acabo de citar, «estando ya mi casa sosegada», y veremos qué hizo con él Roy Campbell. Lo tradujo así: «When all the house was hushed» («cuando toda la casa estaba callada»). Encontramos la palabra «all», que da sensación de espacio, sensación de inmensidad, al verso. y enseguida la hermosa, la preciosa palabra inglesa «hushed». «Hushed» parece ofrecernos la verdadera música del silencio. 

Añadiré a estos dos ejemplos muy favorables del arte de la traducción un tercero. Este no lo comentaré, dado que no es el caso de un verso traducido a verso, sino más bien de prosa elevada a verso, a poesía. Tenemos el lugar común latino (tomado de los griegos, por supuesto) «Ars longa, vita brevis», o, como creo que deberíamos pronunciarlo, «uita breuis». (Resulta verdaderamente feo. Volvamos a «vita brevis», a Virgilio y no a «Uerguilius».) Se trata de una simple afirmación, de una opinión. Es elemental, transparente. Su tono superficial es un acierto. De hecho, es una especie de profecía del telegrama y de la literatura nacida de los telegramas. «El arte es largo, la vida es breve». Este lugar común ha sido repetido muchísimas veces. Y en el siglo XIV, «un grand translateur», un gran traductor –el maestro Geoffrey Chaucer– necesitó esa frase. Evidentemente, no pensaba en la medicina; quizá pensaba en la poesía. Pero quizá (no tengo el texto a mano, así que podemos elegir), quizá pensaba en el amor y quería deslizar esa frase. Escribió: «The life so short, the craft so long to learn. («La vida tan breve, el arte tan largo de aprender»); o, como ustedes habrán imaginado, lo pronunciaría: «The Iyf so short, the craft so long to lerne». Aquí no sólo encontramos la afirmación, sino también la verdadera música de la melancolía. Podemos ver cómo el poeta no piensa únicamente en el difícil arte y en la brevedad de la vida; también lo está sintiendo. Es lo que añade la aparentemente invisible e inaudible palabra clave «so». «The Iyf so short, the craft so long to lerne». 
Volvamos a los dos primeros ejemplos: la famosa Oda de Brunanburh y Tennyson, y la Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz. Si consideramos las dos traducciones que he citado, no son inferiores al original, pero percibimos una diferencia. La diferencia está más allá de las posibilidades del traductor; depende, más bien, de la manera en que leemos poesía. Pues, si recordamos la Oda de Brunanburh, sabemos que nace de una profunda emoción. Sabemos que los sajones han sido derrotados muchas veces por los daneses, y cómo los sajones detestaban esa circunstancia. Y hemos de pensar en la alegría que los sajones occidentales sentirían cuando, después de un largo día de lucha –la batalla de Brunanburh, una de las más grandes batallas de la historia medieval de Inglaterra–, derrotaron a Olaf, rey de los vikingos de Dublín, y a los odiados escoceses y galeses. Pensamos en lo que sentirían. En el hombre que escribió la oda. Quizá fuera un monje. Pero la verdad es que, en lugar de dar gracias a Dios (a la manera ortodoxa), agradeció la victoria a la espada de su rey y a la espada del príncipe Edmund. No dice que Dios les concediera la victoria; dice que ellos la obtuvieron «swordda edgiou», «con el filo de las espadas». Todo el poema está lleno de una alegría salvaje, despiadada. Se burla de los que han sido derrotados. Es una alegría que hayan sido derrotados. Cuenta cómo el rey y su hermano vuelven a su Wessex, su «West Saxonland», como Tennyson lo llama («fueron a su West–Saxonland, satisfechos de la guerra»). Después de eso, se remonta a la historia de Inglaterra; piensa en los hombres que llegaron de Jutlandia, en Hengist y Horsa. Es algo muy raro: no creo que muchos tuvieran tal sentido de la historia en la Edad Media. Así que tenemos que considerar el poema como fruto de una profunda emoción. Tenemos que considerarlo como un alud de gran poesía. 
Cuando nos referimos a la versión de Tennyson, por mucho que la admiremos (y la conocí antes de conocer el original sajón), la consideramos un logrado experimento con el antiguo verso inglés, acometido por un maestro del verso inglés moderno; es decir, el contexto es diferente. Evidentemente, el traductor no tiene la culpa de ello. Sucede lo mismo en el caso de San Juan de la Cruz y Roy Campbell: podemos pensar (supongo que no es inadmisible pensarlo) que «when all the house was hushed» es verbalmente –desde el punto de vista de la pura literatura superior a «estando ya mi casa sosegada». Pero eso cuenta poco en lo que se refiere a nuestro juicio sobre las dos piezas, el original español y la traducción inglesa. En el primer caso, pensamos que San Juan de la Cruz alcanzó la experiencia más elevada de la que es capaz el alma de un hombre: la experiencia del éxtasis, el encuentro de un alma humana con el alma de la divinidad, con el alma divina, de Dios. Después de haber tenido esa experiencia inefable, tenía que comunicarla de alguna manera, por medio de metáforas. Entonces encontró a mano el Cantar de los cantares y tomó (muchos místicos lo han hecho) la imagen del amor sexual como imagen de la unión mística entre el hombre y su dios, y escribió el poema. Así, estamos oyendo –estamos oyendo por casualidad, podríamos decir, como en el caso del sajón– las palabras exactas que pronunció San Juan de la Cruz. 

Veamos ahora la traducción de Roy Campbell. Nos parece buena, pero quizá nos inclinemos a pensar: «Sí, está bien el trabajo del escocés, después de todo». Lo cual es, evidentemente, distinto. Es decir, la diferencia entre una traducción y el original no es una diferencia entre los textos mismos. Supongo que si no supiéramos cuál es el original y cuál la traducción, los podríamos juzgar con imparcialidad. Pero, desgraciadamente, no puede ser así. y, en consecuencia, el trabajo del traductor siempre lo suponemos inferior –o, lo que es peor, lo sentimos inferior– aunque, verbalmente, la traducción pueda ser tan buena como el texto. 
Llegamos ahora a otro problema: el problema de la traducción literal. Cuando hablo de traducción estoy usando una metáfora muy extendida, puesto que si una traducción no puede ser fiel al original palabra por palabra, aun puede ser menos fiel letra por letra. En el siglo XIX, un especialista en griego prácticamente olvidado, Newman, acometió una traducción literal y en hexámetros de Homero. Su propósito era publicar una traducción «en contra» del Homero de Pope. Usaba frases del tipo «húmedas olas», «mar de oscuro vino» y otras por el estilo. Pero Matthew Arnold tenía sus propias teorías sobre cómo traducir a Homero. Cuando apareció el libro del señor Newman, Arnold lo reseñó. Newman le contestó; Matthew Arnold volvió a contestarle. Podemos leer esa vivísima e inteligentísima discusión en los ensayos de Matthew Arnold. 
Uno y otro tenían mucho que decir sobre los dos aspectos de la cuestión. Newman suponía que la traducción literal era la más fiel. Matthew Arnold empezó con una teoría sobre Homero. Dijo que en Homero habían coincidido diversas cualidades: claridad, nobleza, sencillez y cosas parecidas. Pensaba que un traductor siempre debería transmitir la impresión de esas cualidades, incluso cuando no las corroborara el texto. Matthew Arnold señaló que una traducción literal conducía a la extravagancia y la zafiedad. 
Por ejemplo, en las lenguas románicas no decimos «Está frío». Decimos «Hace frío»: «Il fait froid», «Fa freddo», etcétera. Pero no creo que nadie traduzca «fait froid» por «It makes cold» en lugar de «It is cold», Otro ejemplo: en inglés decimos «Good Morning», y en español decimos «Buenos días» («Good days»). Si «Good morning» se tradujera por «Buena mañana», nos parecería una traducción literal, pero difícilmente una traducción fiel. 
Matthew Arnold señaló que, cuando traducimos literalmente un texto se crean falsos énfasis. No sé si tuvo en cuenta la traducción de Las mil y una noches del capitán Burton; quizá le llegó demasiado tarde. Burton traduce Quitab alif laila wa laila por Book of the Thousand Nights and a Night («Libro de las mil noches y una noche») en lugar de Book of the Thousand and One Nights. Esa traducción es literal. Es fiel al árabe palabra por palabra. Pero es inexacta en el sentido de que las palabras «libro de las mil noches y una noche» son una forma común en árabe, mientras que a nosotros nos provocan una ligera impresión de sorpresa. Y esto, evidentemente, no lo pretendía el original. 
Matthew Arnold aconsejaba al traductor de Homero que tuviera una Biblia al alcance de la mano. Decía que la Biblia en inglés podía ser una especie de modelo para una traducción de Homero. Pero, si Matthew Arnold hubiera estudiado con detenimiento su Biblia, habría advertido que la Biblia inglesa está llena de traducciones literales, que parte de la extraordinaria belleza de la Biblia inglesa radica en esas traducciones literales. 
Por ejemplo, encontramos «a tower of strength» («una torre de fortaleza»). Esta es la frase que Lutero tradujo como «ein feste Burg», «una poderosa (o firme) plaza fuerte». Y tenemos «the song of songs», «el cantar de los cantares». He leído en Fray Luis de León que los hebreos no tienen superlativos, así que no podían decir «la mayor canción» o «el mejor cantar». Dicen «el cantar de los cantares», como podrían haber dicho «el rey de reyes», en lugar de «el emperador» o «el rey más excelso»; o «la luna de lunas» por «la luna más grande»; o «la noche de las noches» por «la noche más sagrada». Si comparamos la traducción inglesa «Song of Songs» con la alemana de Lutero, vemos que Lutero, a quien no le preocupaba la belleza, que sólo quería que los alemanes entendieran el texto, tradujo las mismas palabras por «das hohe Lied», «el buen cantar». Descubrimos así que esas dos traducciones literales contribuyen a la belleza. 
De hecho, podría decirse que las traducciones literales no sólo conducen, como señalaba Matthew Arnold, a la zafiedad y la extravagancia, sino también a la novedad y la belleza. Creo que esto lo advertimos todos, puesto que, si examinamos una versión literal de algún poema extravagante, esperamos algo exótico. y si no lo encontramos, nos sentimos defraudados en cierta medida. 
Llegamos ahora a una de las mejores y más famosas traducciones inglesas. Estoy hablando, por supuesto, de la traducción que hizo FitzGerald de los Rubáiyát de Ornar Hayyam. La primera estrofa dice así: 

Awake! For morning in the bowl of night 
Has flung the stone that puts the stars to flight: 
And, lo! The hunter of the East has caught 
The Sultan's turret in a daze of light. 

(Despertad! Pues la mañana en el cuenco de la noche 
ha echado la piedra que pone las estrellas a volar; 
y, ay, el cazador de Oriente ha capturado
el torreón del Sultán en una confusión de luz.) 

Como sabemos, el libro lo descubrieron en una librería Swinburne y Rossetti. Su belleza les impresionó. No sabían absolutamente nada de Edward FitzGerald, casi desconocido hombre de letras. Había intentado traducir a Calderón y el Coloquio de los pájaros de Farid al–Din Attar; no fueron demasiado buenos esos libros. Y luego apareció su obra famosa, hoy un clásico. 
Rossetti y Swinburne captaron la belleza de la traducción, pero nosotros nos preguntamos si habrían captado esa belleza en el caso de que FitzGerald hubiera presentado los Rubáiyát como un original (en parte era original) más que como una traducción. ¿Habrían considerado que FitzGerald tenía licencia para decir: «Awake! For morning in the bowl of night / Has flung the stone that puts the stars to flight»? (El segundo verso nos envía a una nota a pie de página, que explica que echar una piedra en un cuenco es la señal para la partida de la caravana.) Y me pregunto si a FitzGerald se le hubiera consentido el «lazo de luz» («noose of light») y el «torreón del Sultán» en un poema suyo. 
Pero creo que podemos demorarnos en un solo verso, un verso que encontramos en una de las estrofas restantes

Dreaming when dawn's left hand was in the sky 
1 heard a voice within the tavern cry: 
«Awake my little ones, and fill the cup 
Before life's liquor in its cup be dry». 

(En sueños cuando la mano izquierda del alba estaba en el cielo
 oí una voz entre el griterío de la taberna: 
«Despertad, mis pequeños, y llenad la copa 
antes de que el licor de la vida en su copa se seque.) 

Detengámonos en el primer verso: «En sueños cuando la mano izquierda del alba estaba en el cielo». Evidentemente, la clave de este verso es la palabra «izquierda». Si se hubiera usado cualquier otro adjetivo, el verso no tendría sentido. Pero «mano izquierda» nos hace pensar en algo extraño, en algo siniestro. Sabemos que la mano derecha se asocia a lo «recto» –en otras palabras, a la rectitud, a lo franco–, pero aquí encontramos la ominosa palabra «izquierda». Recordemos la frase española «lanzada de modo izquierdo que atraviese el corazón»: la idea de algo siniestro. Percibimos que hay algo sutilmente torcido, malo, en esa «mano izquierda del alba». Si el persa soñaba cuando la mano izquierda del alba estaba en el cielo, instantáneamente su sueño se hubiera convertido en una pesadilla. Y apenas si somos conscientes de ello; no tenemos por qué detenernos en la palabra «izquierda». Pero la palabra «izquierda» marca toda la diferencia: tan delicado y misterioso es el arte del verso. Aceptamos «En sueños cuando la mano izquierda del alba estaba en el cielo» porque suponemos que lo avala un original persa. Por lo que yo sé, Omar Hayyam no corrobora a FitzGerald. Esto nos plantea un interesante problema: una traducción literal ha creado una belleza propia, sólo suya. 
Siempre me he preguntado sobre el origen de las traducciones literales. Hoy día somos partidarios de esas traducciones; de hecho, muchos de nosotros sólo aceptamos las traducciones literales, porque queremos dar a cada uno lo suyo. Esto les hubiera parecido un crimen a los traductores del pasado, que pensaban en algo de muchísimo más mérito. Querían demostrar que la lengua vernácula estaba tan capacitada para un gran poema como la original. Y supongo que don Juan de Jáuregui, cuando traducía a Lucano al español, pensaba lo mismo. No creo que ningún contemporáneo de Pope pensara en Homero y Pope. Supongo que los lectores, los mejores lectores por lo menos, pensarían en el poema mismo. Les interesaba la Ilíada y la Odisea, y les traían sin cuidado las fruslerías verbales. Durante toda la Edad Media, la gente no consideraba la traducción en términos de una transposición literal, sino como algo que era recreado: como la labor de un poeta que, habiendo leído una obra, la desarrollaba luego a su ser, según sus fuerzas y las posibilidades hasta entonces conocidas de su lengua. 
¿Cuál fue el origen de las traducciones literales? No creo que surgieran de la erudición; no creo que surgieran del escrúpulo. Creo que tuvieron un origen teológico. Pues, aunque la gente juzgara a Homero, el más grande de los poetas, no olvidaba que Homero era humano («quando que dormitat bonus Homerus»), de modo que sus palabras podían ser alteradas. Pero cuando tocó traducir la Biblia se planteó un asunto muy diferente, porque se suponía que la Biblia había sido escrita por el Espíritu Santo. Cuando pensamos en el Espíritu Santo, cuando pensamos en la infinita inteligencia de Dios comprometida en una tarea literaria, no podemos concebir elementos casuales –elementos azarosos– en su obra. No. Si Dios escribe un libro, si Dios condesciende a la literatura, entonces cada palabra, cada letra, como dicen los cabalistas, debe haber sido meditada a dedo, y podría ser una blasfemia manipular el texto escrito por una inteligencia infinita y eterna. 
Creo, así, que la idea de una traducción literal surge con las traducciones de la Biblia. Es una mera suposición mía (imagino que aquí hay muchos especialistas que podrían corregirme si me equivoco), pero la considero altamente probable. Cuando ya habían sido acometidas traducciones admirables de la Biblia, los hombres empezaron a descubrir, empezaron a pensar que había belleza en los modos de expresión extranjeros. Todo el mundo es partidario de las traducciones literales porque una traducción literal siempre nos produce esas leves sacudidas de asombro que esperamos. De hecho, podría decirse que el original es innecesario. Quizá llegue el momento en que una traducción sea considerada como algo en sí misma. Pensemos en los sonetos traducidos del portugués de Elizabeth Barrett Browning. 
Alguna vez he ensayado una metáfora más bien audaz, pero me he dado cuenta de que resultaría inaceptable por proceder de mí (yo sólo soy un contemporáneo), así que se la he atribuido a algún remoto persa o a algún escandinavo. Entonces mis amigos han dicho que era admirable; y, por supuesto, nunca les he contado que la había inventado yo, pues le tenía aprecio a la metáfora. Después de todo, los persas o los escandinavos podrían haber inventado esa metáfora, u otras mucho mejores. 
Volvamos, así, a lo que dije al principio: que nunca se juzga verbalmente una traducción. Podría ser juzgada verbalmente, pero nunca lo es. Por ejemplo (y espero que no piensen que estoy diciendo una blasfemia), he estudiado con mucho detenimiento (pero eso fue hace cuarenta años, y puedo alegar los errores de la juventud) Les Fleurs du mal de Baudelaire y Blumen des Bose de Stefan George. Creo que, evidentemente, Baudelaire es un poeta superior a Stefan George, pero Stefan George fue un artesano mucho más hábil. Pero esto, evidentemente, no le vale a Stefan George, pues las personas interesadas en Baudelaire –y a mí Baudelaire me ha interesado mucho– entienden que las palabras proceden de Baudelaire; es decir, piensan en el contexto de la vida entera de Baudelaire. Mientras que en el caso de Stefan George tenemos a un eficiente pero algo pedante poeta del siglo XX que vierte las auténticas palabras de Baudelaire a una lengua extranjera, el alemán. 
He hablado del presente. Digo que nos pesa, que nos abruma nuestro sentido histórico. No podemos estudiar un texto antiguo como lo hicieron los hombres de la Edad Media, el Renacimiento o incluso el siglo XVIII. Hoy nos preocupan las circunstancias; queremos saber exactamente lo que Homero pretendía decir cuando escribió aquello del «mar color de vino» (si «color de vino» es la traducción correcta, cosa que no sé). Pero, si nuestra mentalidad es histórica, creo que quizá podamos imaginar que llegará un día en el que los hombres ya no tengan tan presente la historia como nosotros. Llegará un día en el que a los hombres les importen poco los accidentes y las circunstancias de la belleza; les importará la belleza misma. Puede que ni siquiera les interesen los nombres ni las biografías de los poetas. 
Será para bien, si pensamos que existen naciones enteras que piensan de esta manera. Por ejemplo, no creo que en la India la gente tenga sentido histórico. Una de las dificultades de los europeos que escriben o han escrito historias de la filosofía india es que los indios consideran contemporánea toda la filosofía. Es decir, les interesan los problemas mismos, no los hechos biográficos o históricos, los datos cronológicos. Que Fulano fuera maestro de Mengano, que lo que escribiera bajo tal influencia, todas esas cosas son naderías para ellos. Les preocupa el enigma del universo. Imagino que, en un futuro (y espero que ese futuro esté a la vuelta de la esquina), los hombres se preocuparán por la belleza, no por las circunstancias de la belleza. Entonces tendremos traducciones no sólo tan buenas (las tenemos ya) sino tan famosas como el Homero de Chapman, el Rabelais de Urquhart, la Odisea de Pope. Creo que éste es un punto culminante digno de ser deseado con devoción. 

Borges, Jorge Luis, Arte poética. Conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard, curso 1967-1968